Estaba yo
encamorrado cerca de las 10:30 a.m. en un día feriado. No tenía pensado
levantarme temprano, no antes de las 11:00 al menos. Así que tomé la iPad para
continuar la lectura que había interrumpido en la madrugada, cuando el sueño
por fin venció a mi interés por saber que pasaría con el caballero Rassendyll y
enterarme si lograba su plan para salvar al Rey prisionero o no. La ventana de
mis aposentos está orientada hacia el poniente, por lo tanto, la luz matutina
entra más bien por el otro lado del departamento. A esas horas del día, lo que
mejor entra por mi ventana es el habitual ruido del tránsito en
congestionamiento: motores de autos acelerando, cláxones, sirenas de patrulla,
ambulancia y/o bomberos, camiones de pasajeros, microbuses a gas LP en buen
estado (que son muy ruidosos) y otros que requerirían de una revisión
exhaustiva para pasar la verificación vehicular en los talleres de la
Secretaría del medio ambiente (que son aún más ruidosos). También entra esmog,
polvo/tierra y si los semáforos se coordinan en rojo, el ruido cesa unos
segundos y se puede escuchar el gorjeo de las palomas que viven en el
distribuidor vial, a unos ocho o diez metros frente a mi ventana. Ahí, entre
las uniones de las “ballenas” en el distribuidor, se refugian las palomas
salvajes (Columba livia domestica). Ellas hacen sus nidos en los huecos del puente y llenan de
heces los grandes pilares de concreto, los autos estacionados debajo y si
tienen suerte, atinan a algún transeúnte de los que caminan 5 niveles más
abajo, al nivel de la calle.
Usualmente
la convivencia entre palomas y humanos está limitada a los espacios públicos:
parques, iglesias y plazas; casi nunca convivimos en lugares ajenos a estas
demarcaciones, no nos invadimos mutuamente, digamos que nos respetamos. De esta
forma, el acuerdo tácito es: nosotros las dejamos vivir en nuestras ciudades y
ellas no se cagan en nuestras casas. Así estaba entonces, recostado en la cama,
cuando la división entre el “hábitat” natural de estas aves y la civilización
se volvió una frontera meramente cartográfica. La transgresora, obviamente sin
una visa adecuada, se presentó en mi ventanilla. Lo primero que se me ocurrió
al ver a esa ave en el alféizar fue pensar en que el Espíritu Santo llegaba
hasta mí para hacerme saber que sería padre... yo no escuché o “sentí” mensaje
alguno proveniente de la paloma (¿o palomo?), lo cual fue un gran alivio; solo para
confirmar, tome el celular para enviar un mensaje preguntando si todo había
estado en orden con “Andrés”. Después de recibir la merecida mentada de madre
por andar preguntando si habíamos salvado “el honor de la familia” el ave siguió
en su sitio. Nos observamos mutuamente, el ave pendiente de cualquier
movimiento brusco, yo cuidando de no moverme. No sé si les ha pasado, cuando la
curiosidad dicta: no te muevas y vemos que pasa. La segunda idea que me vino a
continuación fue pensar que en cualquier momento el ave comenzaría a gritar
“Nevermore”; como en “El Cuervo”, famoso poema de Edgar Allan Poe. Pero afortunadamente
no fue así, porque ya sabemos todos como terminó el protagonista de ese poema,
y además, porque no hay un busto de diosa greco-romana en la habitación,
elemento imprescindible para que suceda lo planteado en la escritura de Poe.
El pequeño
descendiente de dinosaurios amenazó con atravesar la ventana y acabar con todo
residuo de alimentos disponible. Supongo yo que cualquier persona en la misma
situación (menos un colombicultor) hubiera pensado que, de algún modo, la
paloma percibiría el peligro o temor que generamos como especie humana en los
animales y se alejaría volando por donde llegó; contra toda suposición, no solo
no sintió temor, sino hasta un poco de valor. Posándose sobre el edredón, la
paloma superaba así sus propios miedos y temores, entrando en un espacio
habitado completamente por humanos consciente plenamente del peligro de ser
devorada por algún felino doméstico; que de existir, seguramente estaría
tragando atún en algún lugar de la cocina, completamente despreocupado de
atender a sus instintos de caza en un día feriado, o para mostrar empatía con
su dueño, en cualquier otro día.
Con la
distancia entre ambos reducida a meros centímetros, la paloma y yo nos
vigilábamos el uno al otro. Pensaba que, a la mejor estaba alcanzando ese estado
zen de grandeza espiritual, donde la mente se hace una con el universo, el
cuerpo uno con la naturaleza y los animales se acercan sin temor a compartir la
creación con un ser elevado. Hice rápidamente un resumen de lo
acontecido en las últimas semanas, y no, no hay manera de que la paz espiritual
hubiera llegado mágicamente a mi vida. Descartada la posibilidad de mi
elevación espiritual, alguna razón debía haber para que la paloma se hubiera
decidido a entrar en mi habitación, claro, sin previa invitación. La siguiente
especulación sobre los motivos de la presencia del ave, fue que tal vez el
espíritu de Don José Alfredo, después de cantar, berrear y chillar tantas veces
Paloma Querida, al fin se apiadaba de mi y me enviaba un emisario del más allá para
advertirme de los peligros y consecuencias del abuso de bebidas alcohólicas. Y
sucedió lo que evidentemente tenía que suceder, o acaso ¿alguien ha visto que
pasen más de diez minutos sin que una paloma se cague?
Las
deyecciones verdiblancas sobre el edredón café chocolate (regalo de la abuela)
fueron motivo suficiente para romper con todo acuerdo de paz entre la
representación misma de la paz y mi persona. En medio de un torbellino de
plumas y aleteos alcancé a tomar al ave por la parte posterior del cuerpo, sujetando
entre mis dedos las alas en la forma correcta para evitar dañar sus alas (casualmente
acaba de ver un documental al respecto) y así poder arrojarla con toda
confianza por la ventana, seguro que emprendería vuelo apenas salir del
edificio. ¡A volar!!!
¿Dónde quedo wally? |
Nota: Edgar
Allan Poe escribió un magnífico poema que todos conocemos, “The Raven” o “El
Cuervo”. Se dice que la inspiración le vino por la admiración que Poe sentía
por “Grip” el cuervo parlanchín de Charles Dickens; que a su vez lo inmortalizó
como la mascota de uno de sus personajes: Barnaby Rudge, en la novela del mismo
nombre en 1841. A la fecha, Grip pasa el resto de sus días como animal disecado
y como uno de los tesoros literarios de la Free Library of Philadelphia.